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Tabarca en la efímera «Oasis»

La Revista Oasis, que llevaba por subtítulo Tierras - Pueblos - Costumbres - Arte - Geografía - Viajes, fue una publicación mensual de muy corta vida, fundada y dirigida por Vicente Olmo y Silverio de la Torre, editada en el Paseo del Prado n.º 12 de Madrid, desde noviembre de 1934 a enero de 1936.

Sólo quince números de paginado correlativo, pero con ricos contenidos, constituidos fundamentalmente por artículos de viajes, históricos y geográficos, por Europa, África, Asia, América y numerosas zonas y localidades españolas, con gran profusión de fotografías en blanco y negro, planos, mapas, esquemas, sin que faltara la publicidad. Eran artículos y reportajes sobre lugares singulares, tanto por su valor arquitectónico y artístico, como paisajístico, natural y costumbrista, dirigidos a un público viajero, de alto poder adquisitivo y fácil acceso a la práctica turística moderna en su época, dando también entrada a artículos sobre hallazgos arqueológicos. Contenía, además, secciones propias de turismo en general, de bibliografía sobre viajes, un consultorio geográfico y relaciones cronológicas de cruceros turísticos.

Revista Oasis, Año II, n.º 7, mayo de 1935 (Biblioteca Nacional de España)

Fue una publicación muy ilustrada, con entregas que superaban generosamente el medio centenar de páginas, cuyos textos iban acompañados de una profusión de fotografías en blanco y negro, aunque gran número de ellas sin mención de autoría, de vistas aéreas o parciales, panorámicas, ciudades, edificios y lugares naturales, paisajísticos, pintorescos y singulares, de tipos o costumbres. Sus inserciones publicitarias se referían igualmente al comercio e industria turística, básicamente de comunicaciones marítimas y terrestres o establecimientos hoteleros. Insertaba un directorio de hoteles de Madrid.

Entre sus colaboradores y trabajos publicados más relevantes se encuentran los de F. Hernández Pacheco «El territorio de Ifni», F. Reparaz «Una ascensión más a la Jungfrau», C. Sarthou «Játiva romántica», L. García Sainz «Una expedición a las fuentes del Esera», E. Fornet «Marruecos, bereber y cosmopolita», F. A. Loayza «Indios boras», F. Santamaría «El Monasterio de Fresdelval», Ignacio Bauer «El país de los mil lagos», J. Delgado Úbeda «La caza del lobo en Valdeón», Francisco Andrada «Islas Pityusas», Erns Boerschman «Pagodas», F. Layna Serrano «Viejas ciudades de España: Cáceres», Marqués de Santa María del Villar «Ríos del Pirineo español», Alfredo Serrano «Panorama de Berlín», V. Salas «En el África Ecuatorial Francesa: ocho días en Fort-Archambault», Julio Garrido «Lituania», Eduardo de Ontañón «Siones, la iglesia románica más completa» o A. Choffat Bertrana «De la lejana Polinesia». Otros reportajes sin firmar llevaban los títulos de «Misterios y realidades de las poblaciones del Sáhara», o «Captura y domesticación del elefante en el Congo Belga».



J. García Bellido, en el ejemplar n.º 7, correspondiente al mes de mayo de 1935, en concreto entre las páginas 299 a 302, firma un peculiar artículo titulado «La isla de Tabarca», que se movía entre el reportaje documental y la experiencia personal, y que se reproduce íntegro y literal a continuación, junto con las fotografías que lo acompañan.




Desde el cabo de Santa Pola, alomado promontorio de 152 metros de elevación y sobre el cual está emplazada la torre faro de Talayola, se divisa una gran extensión del luminoso Mediterráneo. No lejos, hacia el Sudeste, se ve la isla de Tabarca, poco destacada del mar por su escasa altura. Entre la isla y la costa, varias barcas de pesca manipulan con sus aparejos y cuando ven pasar un barco le rodean para venderle allí mismo lo pescado.

He leído que esa isla se llamó antes Isla Plana, nombre muy apropiado, pues con dos kilómetros de larga y medio de ancha, aproximadamente, tiene una altitud máxima de unos veinticinco metros. Después se llamó Nueva Tabarca, y ahora, ya sólo Tabarca.

La historia es ésta: Cerca de la costa africana, en lo que hoy es Túnez y muy próxima a la actual frontera argelina, hay una población llamada Tabarca y un islote del mismo nombre que han desempeñado papel importante en la historia de esa comarca mediterránea, zona de paso de civilizaciones y muy disputada, donde, sucesivamente, se ha dejado sentir el poder de los fenicios, los cartagineses, los romanos, los árabes, los españoles y los franceses, aparte, naturalmente, de la actuación de los indígenas africanos, hoy tunecinos y argelinos. El protectorado español duró desde 1642 a 1738. Una de las colonias más numerosas de aquella Tabarca era de pescadores de coral, de origen genovés, que al pasar al dominio del bey de Túnez en 1741, hubieron de sufrir persecuciones, vejámenes y esclavitud. Nuestro Carlos III, de procedencia italiana como se sabe, compadecido por los lamentos de aquellos genoveses esclavizados, redimió a unos seiscientos y los asentó en la Isla Plana, que desde entonces se llamó Nueva Tabarca. Construyó para ellos un poblado, pero como la época era aún de peligros corsarios, lo mandó rodear de fuerte muralla.

* * *

Me empuja la curiosidad a conocer la pequeña isla y aprovechando el casual arribo de una de las lanchas pesqueras al muellecito de Santa Pola, tomo pasaje para la gran travesía de cuatro millas escasas. El viento es favorable, la noche serena, y en menos de dos horas llegamos a la pequeña ensenada próxima al extremo Noroeste de la isla que se utiliza como embarcadero. Con ayuda de un farol tomamos tierra y nos internamos por las calles del pequeño poblado. El único vehículo terrestre que hay en la isla, una carretilla tirada por un borrico, sube parte del cargamento de vituallas que ha traído la barca.

Durante la travesía he averiguado por el patrón que en la casa donde se albergan el practicante (no hay médico) y el maestro, por la ausencia circunstancial de éste, puedo encontrar acomodo para pasar la noche. Así es, en efecto. La casa tiene cuatro piezas sucesivas, o sea una a continuación de la otra: un pequeño portal, dos alcobas y una cocinita sin techo. Se me asigna la alcoba interior y me dispongo a descansar, regodeándome por lo a gusto que voy a sumergirme en la callada quietud de la isla silenciosa... Pero el vecino de alcoba se encarga de que se frustre mi ilusión. A los cinco minutos coge el sueño y empieza a resoplar. Pronto los ronquidos empiezan a ser estentóreos, de doble efecto, trepidantes; retumba la alcoba y toda la casa.

Aquel tan inesperado tormento a que se me somete hace nacer en mí la idea del asesinato. ¿Es que no hay otro practicante en el mundo? Han tenido que buscar a éste, sin duda el roncador número uno de todo el orbe, para traerle aquí a machacar esta dulce y silenciosa calma insular. Me revuelvo en la cama, la idea del asesinato no cuaja y decido irme a la calle o al campo. Llego a la puerta, pero el maldito durmiente la ha cerrado con llave y se ha guardado ésta en la chaqueta. Cuando me dispongo a registrarle, se me ocurre que pudiera despertar y al verme manipular en su ropa, como casi no sabe quién soy, puede tomarme por un ladrón y entonces ser yo el asesinado. Desisto; no hay salvación.

Vuelvo a mi alcoba y paso a la cocina desde la que, como no tiene techo, veo brillar las estrellas... Es la única salida y me encaramo al tejado. Cuando ya estoy cerca de la fachada y voy a descolgarme a la calle, veo una sombra que se para. Es el carabinero, que ha percibido un bulto por los tejados y, sin duda sorprendido, previene el fusil. Por fortuna, hay allí un tejadillo saliente bajo cuya sombra me oculto y me inmovilizo. Al cabo de un rato, el carabinero sigue su ronda y me descuelgo a la calle. Sigue retumbando la casa con los ronquidos del practicante; me voy hacia el centro de la isla; empieza a apuntar el arrebol de la aurora, y cuando levanta el sol, le recibo tumbado en medio del campo donde me rinde un poco el sueño. Y, por un rato, soy la sorpresa de los isleños madrugadores que avisan a los carabineros y a los torreros del faro para que averigüen quién es aquel desconocido que nadie ha visto el día anterior en la isla y que está allí en el suelo como caído de un aeroplano... que es la acepción moderna de "llovido del cielo". Con la alarma, me despiertan. Cuento mi llegada de noche a la isla, la causa de mi huida del alojamiento, y entre sonrisas comprensivas alguno me dice:
—Seguro que no le habrá dejado a usted dormir; si le oímos desde el mar.

Se me ocurre que reclutando practicantes roncadores, como el de Tabarca, se podía ahorrar el Estado lo que le cuesta el sostenimiento de las sirenas de niebla.

* * *

En efecto, allí en Tabarca hay una en el extremo de los arrecifes en que se prolonga la isla por el Sudeste, para avisar a los navegantes, cuando no se ve la luz verde de la boya, que deben alejarse de aquel peligro. En el centro de la isla hay un faro con luz de destellos blancos, que en tiempo ordinario se ve desde doce millas. Hay también relatos de un antiguo castillo fortaleza donde se alojan los carabineros.

La población es de unos 1.200 habitantes; salvo el elemento oficial, casi todos pescadores. Hay también instalada una almadraba. De las murallas sólo quedan ruinas. El origen italiano de los tabarquenses se nota por la abundancia de los apellidos Chacopino, Parodi, Ruso, Jacovini y otros. Se ven algunos tipos de noble prestancia y otros de fino perfil semita.

La isla, salvo para la pesca, tiene poco aprovechamiento; pero tiene capacidad para instalar en ella una penitenciaria o reformatorio. También, si se la limpiara de ruidos perturbadores, podría ser un refugio de neurasténicos.

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