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Hace apenas cuatro décadas, la isla olvidada

Jugando con el título del artículo anterior, Hace apenas tres décadas, la isla abandonada, y como continuación al mismo, podemos comprobar cómo el Periódico Mediterráneo de Castellón, una década antes, ya hacía hincapié en el deterioro de la isla, en concreto en sus ediciones de los días 10 y 11 de octubre de 1975, en las páginas 16 y 12, respectivamente. En esas páginas, como ahora veremos, se habla de una isla con graves problemas con el agua y la electricidad, con una creciente emigración de sus gentes, con ilusiones rotas y proyectos que no se convierten en realidad, pero que, paradójicamente, atrajo a visitantes famosos, e incluso llegó a ser objeto del deseo del magnate griego Aristóteles Onassis.

He aquí el contenido íntegro de ambas partes del artículo Tabarca, una isla olvidada, de la periodista de la agencia Pyresa Gertrudis de Pablos, con las fotografías que le acompañaban, lamentablemente de bastante mala calidad.

Está un poco más allá de Alicante poniendo proa este-sudeste desde el puerto deportivo donde se apiñan lujosos yates de todas las nacionalidades. A veintidós kilómetros de la ciudad de las palmeras exactamente, abierta a1 mar, a los vientos del Mediterráneo y a la esperanza en una vida distinta.

Mil quinientos metros de largo, y quinientos de "manga" de una tierra plana, reseca y blancuzca que no produce nada. Dos calles paralelas. Dos plazas. Unas docenas de casas malamente sostenidas en pie y que por excepción sólo alcanzan la altura de la segunda planta. Una iglesia y una capilla sin culto. Varios escudos. Y una muralla de diez metros de altura que lo envuelve todo aislándolo del mundo. Dentro quedan los escasos doscientos habitantes de la isla y, fuera un puñado de barcas despintadas que faenan un poco y van y vienen a Santa Pola y a Alicante en busca de carne, verduras, fruta y agua. Que llevan y traen los muertos y los recién nacidos para que allá, en tierra firme, unas manos consagradas les echen las últimas o las primeras bendiciones.

Eso es Tabarca hoy. Eso y una espera paciente en los futuros planes de desarrollo nacional que siguen ignorándola a veintidós kilómetros de Alicante y a cinco de Santa Pola mientras sus hombres emigran en todas las direcciones y las mujeres rezan por el milagro del turismo.


La obra de Carlos III

La historia de la Tabarca española comenzó en realidad en la primavera de 1770 cuando llegan a ella las sesenta y nueve familias —genovesas, corsas y sicilianas— rescatadas por los ejércitos españoles, cuatro años antes, en la otra Tabarca, el rocoso promontorio tunecino que frente a Bizerta, sirvió durante muchos años de prisión a cristianos y cautivos.

Carlos III, ante los convincentes discursos de fray Juan de la Virgen, mandó construir para ellos una ciudad amurallada con fuertes puertas y revellines que se convirtió en una importante muestra de la arquitectura militar del siglo XVIII.

La antigua "isla plana" guarida de piratas berberiscos, temor de pescadores y pesadilla de doncellas levantinas en los siglos anteriores, se convierte, por la fantasía de un fraile y el altruismo de un rey, en un fortín militar al servicio de unos cuantos pescadores que se apellidan Russo, Jacobino, Noli, Colomba, Baro o Caprieta.

Sobre las recias dovelas del arco de medio punto de la Puerta de Tabarca, una inscripción latina —"Carolus III Hispaniarum Rex Fecit Edificavit"— recordó durante muchos años a los pocos habitantes del islote el bendito capricho de un monarca que costó buenos doblones a la
menguada y dolorida hacienda española de la época de Aranda.

Hoy, la inscripción ha desaparecido. Los lienzos de la muralla están rotos y deshechos en muchos lugares y las puertas de "San Miguel" y "de Levante" que con la de Trancada cerraban antaño la isla a curiosidades extrañas, se han desgarrado en prismas de piedra que se amontonan por toda la isla. Los vientos, la humedad salobre, las tempestades y el olvido las siguen azotando con violencia frente a una costa que se puede ver incluso sin prismáticos, donde el dinero desparrama sin medida en atentados al paisaje y en bofetadas a la naturaleza.


La limosna del agua

Cuatro horas y media de fluido eléctrico en verano y sesenta minutos más en invierno conseguido por dos humildes grupos electrógenos, mantenidos por un gas-oil que han de pagar los mermados bolsillos de los tabarqueños, no permiten demasiadas fantasías para pensar en la más rudimentaria de las industrias. Ni siquiera son capaces de iluminar precariamente las noches de la isla.

El agua se recoge como debieron recoger el maná los israelitas que siguieron a Moisés en el desierto del Sinaí, en cántaros alfareros que las mujeres transportan sobre sus caderas, una y otra vez en interminable y repetido itinerario. Un buque de la Marina de Guerra de Cartagena, se desplaza hasta Tabarca cuando los aljibes con agua de lluvia están próximos a agotarse o agotados del todo. Desde la playa bombean el agua hasta los enmohecidos depósitos generales del pueblo como una limosna de la generosa Administración que la envía. Pero el derecho al agua han de pagarlo también los tabarqueños como un impuesto más a la maltratada economía del islote.

Desde primeros de enero de este año, los doscientos vecinos de Tabarca pueden hablar con la Península por teléfono —"sólo en caso de necesidad porque la vida aquí es dura y a nadie sobra el dinero"—, y recibir noticias de los que se fueron a Barcelona, a Suiza, a Bélgica o a Alemania. Pero el aislamiento y la soledad vuelve cada año con los primeros días de otoño, cuando "Mar y Cielo", "Kon-Tiki", "Santa Faz", "Puerto de Castilla", "Rosa de Primavera", suspendan su servicio desde Alicante o Santa Pola y los turistas que viajan hasta allí —la mayor parte de las veces para husmear nuestra pobreza"—, interrumpen sus visitas que no aportaron a Tabarca mucho más que una distracción para la vista de sus hombres ni dejaron otra cosa que unos puñados de duros a cambio de unas coca-colas y limonadas y algún humilde recuerdo ofrecido por los más despiertos del lugar.
* * *

Entre los desmantelados baluartes con los cuarteles en ruinas y los portalones desmochados, destaca todavía en Tabarca la gallarda mole del castillo de San José, un cuadrado torreón de tres plantas con patio interior, azotea circundante, aljibe particular y garitas voladas en los ángulos, que encierra dentro la página más negra de la historia de Tabarca.

Se escribió durante la primera Guerra Carlista con la sangre de varios sacerdotes y militares —dieciocho sargentos— partidarios del primer monarca tradicionalista que por negarse a reconocer a Isabel II como reina de España, fueron fusilados un amanecer de noviembre ante la atónita mirada de los humildes pescadores de la isla. Todavía se conserva la relación de sus nombres en el maltrecho libro de defunciones de la vieja parroquia hoy cerrada a cal y canto, sin párroco, sin monaguillo, sin campanas, sin funerales y sin bautizos.

 

Las ilusiones rotas

Las redes se secan, cosidas mil veces junto a las barcas de todos los colores que siguen, como antaño, permitiendo todavía la existencia de los tabarqueños mientras los cántaros van y vienen y el sol deslumbra los ojos reflejado en las históricas piedras rotas y desencajadas mil veces. Algunas míseras macetas ponen un poco de ilusión en los quicios de las puertas. Nada conmueve la monotonía de la isla que parece haber quedado ya más allá o más acá de todo. Sólo una vez, hace unos años, los ojes de los entonces casi trescientos habitantes de Tabarca, en 1967, se abrieron un poco más ante la noticia que, decían, había llegado desde Grecia. Onassis quería comprar su isla para convertirla en otra Skorpios. Pero la ilusión duró sólo el sueño de una noche y todo volvió a quedar como siempre.


Visitantes famosos

No ha faltado la literatura para Tabarca. Ni los proyectos triunfalistas que el tiempo fue deshaciendo como deshizo las piedras de la Isla Plana por donde la fantasía popular hizo también viajar a San Pablo en su venida a España.

Salvador Rueda fue vecino de Tabarca y queda todavía el recuerdo de «la casa del poeta» y su conocido soneto «Isla gentil que siempre te deseo». Después llegaría Miguel Signes, el novelista alicantino que escribió una «Tabarca» no demasiado conocida pero que leída ahora parece convertirse en profecía. Signes comentó ya que la pobreza era la única señora de la isla, una tierra situada «unos metros más allá de donde llega la mano de Dios».

También Gabriel Miró buscó refugio en Tabarca para sus inquietudes y nerviosismos y cantó su paz y su sosiego en cien maneras diferentes.


Los proyectos que no se convierten en realidad

Los técnicos del Ayuntamiento de Alicante, parece ser, tienen preparado desde hace tiempo un plan urbanístico para Tabarca que. mejoraría enormemente las condiciones habitables de la isla. El Ministerio de Educación y Ciencia nombró hace diez años un delegado local de Bellas Artes para ella que inició tímidamente algunas excavaciones y todo. Se habla incluso de planes gubernamentales que podrían convertir a Tabarca en un paraíso del turismo. Pero los días calurosos o húmedos (28 grados de media en verano, 15 en otoño, 14 en primavera y nueve en invierno), se siguen sucediendo monótonos y míseros para las gentes de este trozo de España que continúa acarreando su agua como en la Edad Media, que tiene prohibida la construcción de nuevas casas desde hace tiempo y que sólo, por media noche, tienen derecho al disfrute de luz eléctrica. Después, sólo la luz blanca y fija de su faro —destellos cada dos minutos—, el único lujo de la plataforma marina de Tabarca, ilumina bajo las estrellas los locos sueños de aquel puñado de españoles.

Cuando el sol vuelve a levantarse sobre las chumberas y, los niños, medio analfabetos, vuelven a jugar a esconderse en las antiguas mazmorras abiertas hoy de par en par porque ya no tienen que guardar a gentes ni a secretos, la realidad vuelve a herir con fuerza, y algún hombre de los setenta que aún quedan en la isla —setenta hombres, setenta y cinco mujeres, veintidós niños y veinticuatro niñas— vuelve a su casa con rabia y escribe al Instituto Nacional de Emigración para solicitar un puesto de trabajo en cualquier lugar de Europa.

Así se fueron marchando todos, ochocientos casi desde 1950. Y nadie vuelve.

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